Eduardo Ponjuán propone una extraña galaxia, cuyo centro es una lámpara Sputnik con 24 bulbos encendidos. En este mundo irreal, los objetos y la sinestesia que ellos proyectan, provocan, se entremezclan para construir paisajes de amor y desesperanza, de tristeza y soledad, de olvido y deseo. Su afán es la desviación de la mirada por una manipulación, no de su forma que persiste indeleble, sino de su función: viejos discos, llenos de canciones de amor, se apilan unos sobre otros como columnas del desasosiego, y en su corona, pajarillos reinventan una especie de fuente [Cuando vuelvas a quererme, ¿Sí o no?]; un bloque irregular de papel de aluminio extiende su parte inferior a la base de una mesa de comedor, la misma que sostiene un grueso cristal, acaso lago y espejo [Iceberg]; un bosque de pinos odoríferos, dispuesto sobre dos mesas estilo Isamu Noguchi, recrea una naturaleza liliputiense, al parecer atravesada por ¿un río o un abismo? [Black Ice].